Nos ocultamos en una cueva alejada del mundo como una mujer
salvaje que ha sido ultrajada y dañada de por vida; construimos muros
invisibles a nuestro alrededor que nos mantienen a salvo de depredadores;
hacemos crecer una valla de arbustos espinosos alrededor de nuestro corazón
para que nadie ose lastimarnos (una vez más); nos vestimos con armaduras
impenetrables, corazas de hierro que cierran todo paso a la sensibilidad; pero
por sobre todo, atacamos ferozmente cada vez que algo nos duele sin distinguir
si el daño ha sido provocado por quien intenta acercarse o si es parte de un
dolor que ya residía en nosotros y simplemente se activó con un sonido, una
palabra o una actitud.
Cuando estamos tan lastimados, cuando hemos sufrido mucho,
cuando somos sobrevivientes de un trauma o un abuso, cuando estamos en duelo o
cuando no tenemos paz interior, nos resulta difícil distinguir el origen del
dolor y solemos creer que todas las personas hacen algo para dañarnos. Establecemos mecanismos de defensa que se
activan de forma inconsciente, sacamos nuestras garras, nuestras uñas, nuestra
mirada más hosca, nuestra mandíbula tensa y nuestro gesto agresivo para
responder ante los otros.
Cualquier palabra parecida a una que nos dañó anteriormente,
nos lastima; incluso si una palabra o una frase roza nuestra herida, el dolor
se activa. Cualquier actitud semejante a
la de un depredador o de alguien que nos hizo sufrir, activará nuestro
mecanismo de defensa sin que nos demos cuenta hasta que ya sea muy tarde.
¿Por qué habrá sido tarde cuando nos demos cuenta? Porque nosotros también habremos causado daño
desde nuestro dolor y desde nuestro mecanismo de defensa; toda defensa es un
ataque, aunque no tengamos la intención primaria de atacar.
Cualquier persona que permanece demasiado tiempo en el rol
de víctima, terminará lastimándose a sí misma y lastimando a otras personas.
No lo vemos, no podemos verlo a menos que nos corramos de
ese lugar. ¿Cómo podríamos verlo desde
el rincón oscuro dónde estamos? No hay
buena visibilidad desde el fondo de la cueva, ni detrás de un alto muro, ni
escondidos tras una mata de arbustos espinosos.
Tampoco podemos determinar las percepciones exactas de nuestros sentidos
afectados por una armadura de acero oxidado y una escafandra que enrarece el
aliento.
El dolor turba los sentidos, nubla la mente, dificulta la
concentración, anula la objetividad, tiñe todo lo que tocamos con la sangre de
nuestras heridas, afecta nuestras respuestas y reacciones, determina nuestro
estado de ánimo y condiciona nuestra forma de amar.
¿Por qué pasamos años de nuestra vida en esa postura y en
ese lugar de la psique? Porque de algún
modo; nos gustaría que la realidad
cambiara; que las personas que nos lastimaron cargaran con sus culpas y nuestro
dolor, siendo tan infelices como nosotros lo somos; que quienes nos hicieron sufrir tanto nos
pidieran perdón y deshicieran todo el daño; que los abusadores nos devolvieran
lo que nos robaron; que los ausentes se hicieran presentes y nos colmaran de
todo aquello que necesitamos.
Eso no sucederá, ni ahora, ni en diez años, ni nunca.
Es nuestra responsabilidad sanar, es nuestra elección
ocuparnos de las heridas, es nuestra voluntad compartir la mejor versión de
nosotros mismos; es nuestra intención darle una oportunidad a quienes solo
llegan a nuestra vida para amarnos; es nuestra fortaleza aprender a vivir con
el trauma y con la marca de las heridas cicatrizadas.
Sé que no es fácil, tengo 58 años y aún estoy
aprendiendo. Confieso que empecé después
de los 40 a reconocer mis heridas y hacerme cargo de mi proceso de sanación; quizá haya sido tarde para muchas relaciones y
ya no puedo deshacer el daño que hice sin darme cuenta. Si tú eres más joven, ten el valor de
comenzar ahora, en este momento. Puedo
asegurarte que la paz interior no es solamente un regalo para nosotros mismos
sino para las personas que llegan a nuestra vida.
Si miro hacia atrás, recuerdo claramente las voces de las
personas a mi alrededor reclamándome que siempre estaba a la defensiva y lo
hacían desde una actitud agresiva, desde su propio dolor y heridas sin
sanar. Es que alguien tiene que poner el
punto cero, de lo contrario entramos en un círculo vicioso en el que solo somos
una cadena de reacciones y mecanismos de defensa, que generan a su vez lo mismo en otras
personas.
Por supuesto que no podía o no sabía cómo cambiarlo en ese
momento, solo necesitaba que se desvaneciera el dolor y no podía diferenciar si
lo que las personas hacían, me lo hacían a mí o simplemente lo hacían porque
era parte de su comportamiento y su propio bagaje de traumas, patrones
aprendidos y heredados. Yo no era un blanco perfecto elegido para
disparar sus dardos mortíferos, al menos, no siempre.
¿Podemos obligar o forzar a alguien a que abandone su
postura de víctima y deje de defenderse?
No, no debemos hacerlo. No
estuvimos allí, no estamos dentro de su corazón, no tenemos su misma
sensibilidad. Cada persona tiene su
tiempo, su ritmo y su conjunto de recursos para superar o no una
situación.
¿Qué podemos hacer? ¿Qué
me hubiera gustado que hicieran conmigo? Podemos acompañar a esa persona desde
el amor, la compasión, la empatía y la ausencia de juicios; podemos compartir
recursos terapéuticos pero si no está lista para usarlos, no tiene sentido
insistir. Podemos evitar reaccionar
agresivamente a sus mecanismos de defensa, respirar hondo y desde la calma
hacerle notar que se está defendiendo y que nosotros solo estamos ahí para
contener y amar.
¿Por qué nos hacemos daño cuando nos defendemos? Porque
alimentamos la herida, seguimos dándole poder y energía a la persona o las
personas que causaron tanto dolor; porque a través de nuestra defensa agredimos
de forma inconsciente a las personas que más amamos y sobre todo porque todo lo
que recibimos pasa a través del filtro del dolor y la victimización.
Recuerda, por ejemplo, el momento en que has tenido un
accidente, un golpe fuerte, una quebradura, una caída o incluso si te has golpeado
un dedo del pie. No puedes pensar
claramente en ese momento, no puedes resolver un cálculo matemático ni tomar
una decisión importante; porque tu discernimiento está nublado, tu mente está
turbada y tus emociones están en ese momento concentradas en el punto exacto
donde reside el dolor físico; no existe nada más en ese instante. ¿Te imaginas? ¿Qué pasaría si permitiéramos
que una herida o una lesión física se mantuvieran en ese estado por años? Nos volveríamos huraños, agresivos,
depresivos o incluso desearíamos ya no vivir más. Lo mismo sucede con las heridas emocionales,
solo que al no ser visibles, las subestimamos, minimizamos su efecto en
nuestras vidas y en nuestro comportamiento, creemos que podemos controlar lo
que hacemos y decimos, con tal solo anular o esconder esa emoción.
Hay un dicho que todos repiten: “Pagan justos por pecadores.” Del mismo modo, las personas que nos aman y a
las que amamos, terminan expiando los pecados de quienes nos lastimaron.
Una o varias heridas sin sanar, ocultas, dormidas o
ignoradas, nos convierten en una bomba de tiempo que puede detonar con tan solo
una palabra, una actitud o una omisión. Y en esa explosión saldremos todos lastimados
y otra vez, las secuelas de ese daño nos acompañarán por años y así se
convertirá en una historia sinfín.
Claro que sí, hay personas de las que hay protegerse, que no
es lo mismo que defenderse. Hay personas
que son tóxicas y dañinas por naturaleza o por elección. Con esas personas hay que mantener distancia
de todo tipo y no darles espacio en nuestra vida, nuestra mente o nuestro
corazón. Cada vez que regresen a nuestra
memoria, solo podemos hacer una oración de bendición, para que ya no sigan
haciendo más daño y agradecer que hayamos aprendido a no permitirles el acceso
a nuestro campo energético.
Sin embargo, hay personas que pueden ser tóxicas o
lastimarnos por falta de consciencia, por patrones mal aprendidos o por ignorancia, no por falta de amor. Por ejemplo, el sol es necesario para la vida
de todos los humanos, las plantas y los animales; sin él, nos enfermamos y
debilitamos. Ahora bien, si te recuestas
en el jardín al medio día con 38ºC de temperatura y te quedas ahí más de una
hora, tu piel se quemará, podrás sufrir insolación, deshidratación y terminar enfermo
por un par de días. El sol es
beneficioso en su justa medida, como muchas cosas en la vida y como muchas
personas que no aprendieron a transitar su camino de sanación y evolución. El sol nunca tuvo ni tendrá la intención de
lastimarnos, de nosotros depende protegernos, cuidarnos y encontrar el
equilibrio para preservar nuestra salud.
Toda defensa es una reacción y toda reacción limita nuestra
libertad para elegir cómo sentirnos, cómo vivir y como amar.
Susannah
Lorenzo©
Tejedora de
Puentes