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sábado, 8 de junio de 2024

Aprender a Recibir

 


Apertura del Divino Femenino

Sin importar cuánto necesitemos ser abrazadas, contenidas, sostenidas, acompañadas o apapachadas; si somos sobrevivientes de abuso, violencia o trauma sexual, sentiremos un miedo profundo y escondido a recibir.  Porque para recibir hay que abrirse, mostrarse vulnerable, dejar a un lado los escudos y desactivar los mecanismos de defensa.

Tenemos miedo de abrirnos (verdadera y profundamente), porque el recuerdo grabado en el cuerpo físico, es más fuerte que la memoria de la mente o incluso del corazón.  Ya sea que hayamos sido colonizadas, vejadas y mancilladas contra nuestra voluntad; o que nos hayamos abierto temprana e inocentemente a la persona equivocada y que se aprovechó de nuestro candor; las huellas y mecanismos de defensa (inconscientes) serán los mismos o similares.

Tenemos desconfianza de ser tocadas en nuestra fibra íntima, de que nos palpen las heridas, nos rocen el corazón o incluso lastimen aquello que nos ha costado tanto sanar y que ya no duela. Nos hemos fortalecido para evitar ser despojadas, burladas, engañadas o juzgadas.




Aunque ya no soy una víctima, sino una sobreviviente y han pasado más de 40 años del trauma inicial; con cada vuelta del espiral evolutivo descubro una nueva capa que aún queda por sanar: viejos patrones y bloqueos que aún afectan mi forma de relacionarme, manifestar mis sueños e interactuar con la abundancia del Universo.

Nos sentimos seguras y a salvo dando; dar nos permite ‘controlar’ el vínculo, pero por sobre todo no necesita de una apertura interior íntima o sensible.  Somos buenas para ‘dar’: amor, compasión, empatía, contención, ayuda y tiempo; damos todo aquello que no pudimos recibir y que sabemos que toda mujer necesita.  Somos solidarias con otras sobrevivientes y podemos detectar una víctima sin que diga una sola palabra.

Aunque llevemos años (y décadas también) sanando nuestro Divino Femenino, escondemos lo más sagrado de nosotras para protegernos, para resguardar los nuevos tesoros que han nacido en nosotras hasta que llegue la persona indicada.  Aprendemos a valernos por nosotras mismas y sin darnos cuenta, híper activamos nuestra energía masculina: la energía que hace, consigue, conquista, resuelve, protege, y nos arma de pies a cabeza como una guerrera sagrada de la vida.

 


 

Tarde o temprano nos sentimos abatidas, frustradas, con un cansancio que se acumula y que no siempre resulta en los éxitos que deseamos; porque estamos ancladas en nuestra energía masculina y porque de tanto defendernos y protegernos, hemos olvidado como recibir sin miedo, culpa o vergüenza.

Abrimos las manos, para dar, para recibir, para aferrarnos a lo que creemos nos pertenece, para amasar, para cocinar, para acariciar, para crear e incluso, logramos abrir las manos para sanar lo que duele y remendar lo que está roto.

Aprendemos a abrir el corazón nuevamente, para amar, para ser amadas, para calmar, para suavizar, para acompañar, para contener, para sentir, para dejarnos habitar por Dios, para rezar, para creer en una nueva vida.

Nos entrenamos para abrir nuestra mente a nuevas formas de pensar, estudiar, aprender, reconocer, comprender e incluso para dibujar infinitas salidas a laberintos que parecen nunca mostrar su verdadero acertijo.




Sin embargo, en un rincón secreto y guardado, nuestro útero (o su equivalente energético) se mantiene cerrado como un puño, guardando cicatrices físicas y emocionales de todo aquello que nos dañó en lo más profundo de nuestro ser. 

Podemos creer que nos hemos abierto, sexualmente hablando, desde la genitalidad, permitiendo incluso un placer físico que disimula cualquier dolor.  Podremos habernos abierto de piernas para permitir penetraciones que no terminan de saciarnos y que nos convencen por breves segundos de que somos amadas, necesitadas y deseadas.




¿Cómo saber si el útero está cerrado y es incapaz de recibir abierta y profundamente?

  • Sentimos que siempre somos la que ama más, la que ama demasiado, la que se ‘da’ completamente sin recibir lo mismo a cambio.
  • Nos sentimos mal amadas, no amadas, rechazadas, excluidas, y sedientas de recibir algo que nunca llega.
  • Estamos desconectadas de la energía de abundancia y prosperidad del Universo; corriendo siempre detrás de una zanahoria que nunca alcanzamos.
  • Cada vez que recibimos algo valioso (sentimental o económicamente hablando) nos sentimos ‘en deuda’, buscando inmediatamente compensar con la entrega de algo a cambio.
  • Nos embarcamos en relaciones tóxicas, convencidas de que salvaremos, transformaremos o le enseñaremos a amar a quien sólo busca satisfacer las necesidades de su ego.
  • Justificamos las ausencias de las otras personas, perdonamos sus promesas incumplidas, creemos en palabras vacías  e ignoramos las señales y conductas que amenazan nuestro bienestar e integridad emocional.
  • Nos quedamos esperando a que alguien (incluyendo Dios) se dé cuenta de lo que sentimos y necesitamos, sin que tengamos que pronunciarlo en voz alta.

 



Como mujer, estamos hechas para conectar, Ser, abrir, recibir, sentir y anidar.  Nacimos para ser sacerdotisas, para aquietar el movimiento y dulcificar nuestro corazón y el de otras personas.  Como tales, sostener el estado de apertura sin mecanismos de defensa,  sin estrategias de guerra, sin proyecciones ni planificaciones dignas de arqueros y cazadores.

Una mujer no puede sostener el Amor sólo en su corazón, no puede simplemente pretender que Dios habite en el centro de su pecho y desde allí todo se resuelva.  Una mujer necesita sostener el Amor en su cuenco sagrado, en la morada de la semilla creativa, allí donde el útero late como un segundo corazón.   Es entre los muros húmedos y oscuros de la caverna femenina donde Dios debe habitarnos para consagrar nuestra creatividad sagrada.

En lo personal, cada vez que pregunto cómo puedo activar la energía de abundancia y prosperidad en mi vida, la respuesta es la misma: más Amor.  ¿Cómo es posible que Dios y el Universo me pidan más Amor, si hago todo mi trabajo con Amor y desde el corazón?  La respuesta llegó en forma de inspiración para una nueva meditación y esta reflexión que estoy compartiendo.




En mi caso, no se trata de dar más o poner más Amor en lo que doy; mi aprendizaje es ‘recibir con Amor’, abrirme con Amor;  encontrar paz en el recibir sin permitir que mi mente sostenga deudas, culpas y  vergüenzas.

Querer controlar es un acto propio de la energía masculina, incluso si quiero controlar lo que recibo y cómo lo recibo.  Ese aspecto pudo ser útil en otras etapas de mi vida, pero no puedo encontrar la sanación desde el equilibrio, si no me adapto a las nuevas necesidades espirituales y energéticas de mis cuerpos (físico, mental, emocional, etérico).




Según el Dr. Alberto Villoldo, los traumas psicológicos y espirituales no resueltos, no sólo dejan huella en el cuerpo físico sino que dejan marcas en nuestros campos luminosos. Hasta que no limpiamos o sanamos esas marcas o cicatrices en el cuerpo energético, su equivalente será sostenido en el cuerpo físico.  Por el contrario, las experiencias positivas no dejan una marca en el cuerpo luminoso.  La paz y la serenidad que descubrimos a través de la práctica espiritual, se convierte en combustible para las capas más íntimas de nuestro campo energético luminoso, energizando así el alma y el espíritu.

Las huellas de trauma y enfermedad física están tallados en la membrana de la capa más externa del cuerpo luminoso energético,  cómo diseños que se cortan sobre el vidrio.  Lo que se sana a nivel energético, puede ser sanado a nivel físico.

Las huellas grabadas en la capa del cuerpo emocional y mental nos predisponen a vivir de cierta manera y a atraer a ciertas personas y relaciones en nuestra vida.  Es difícil cambiar nuestro estilo de vida o nuestros patrones de conducta si no limpiamos los rastros de trauma que quedan en las diferentes capas de nuestro cuerpo energético.

Puedes conocer más sobre este tema en mi libro ‘Espiritualidad y Salud’ o leer el libro ‘Chamán, Sanador, Sabio’ del Dr. Alberto Villoldo.




¿Cómo seguir?

Puedo dar testimonio que luego de recibir esta canalización y comprender finalmente el mensaje del amor, a través de la meditación, algunos bloqueos simplemente se disolvieron de forma parcial o total.  Las señales que llegaron fueron claras y precisas.

Horas después de la primera meditación llegaron los primeros trabajos prácticos: aprender a recibir lo que la vida está dispuesta a darme, sin intentar controlar el cómo, cuándo, dónde y a través de quién.

Por supuesto que un campo energético, un órgano o un sistema no se limpian ni se sanan de un día para otro.  Aprender a recibir es un proceso y requerirá de repetidas meditaciones y tomas de consciencia en el pensamiento y sentir cotidiano.

Reconocer, aceptar, tomar consciencia, escribir, y compartir el proceso es una manera de mostrar al Universo que estoy dispuesta, aquí y ahora.

Susannah Lorenzo© / Tejedora de Puentes


Para quienes prefieren escuchar mis reflexiones en vez de leer el Blog, he grabado ya la reflexión y aprendizaje sobre el Aprender a Recibir desde la Apertura del Divino Femenino, como un episodio del Podcast de Puentes.



jueves, 25 de enero de 2024

Pedacito de Dios

Así como en medio de una crisis de dolor crónico, logras encontrar una posición de alivio, un ritmo de respiración y la curvatura precisa de la espalda para poder descansar, así sucede cuando te acomodas como un Pedacito de Dios.

En medio de la tormenta mental que no da tregua ni día ni noche, simplemente te aquietas y comprendes que ya nada puedes hacer.  Quizá, después de todo, nunca se trató de hacer ni de resolver.  Es una calma repentina e inexplicable porque la realidad sigue igual que dos horas atrás, cuando la desesperación gobernaba los pensamientos.

No hay motivos, ni certezas, ni respuestas, ni soluciones.  Simplemente dejas de preguntar y ya no tienes fuerzas para buscar.

Te rindes, pero no desde la derrota, sino de la confianza de que has hecho todo lo posible y más.  Desde la sabiduría de que no puedes controlar cómo  y cuándo; sencillamente es un acto de compasión propia, liberar toda tensión y expectativa.

Sea como sea, es el final de la agonía; no importa la forma ni las voces, sólo alcanza con saber que Dios me sostiene.  En sus brazos, cualquier viaje es un regalo.

Nunca es tarde para aprender que cada día es un viaje.  Algunos días somos el capitán de nuestro barco, o eso creemos.  Otros días, somos un pasajero adormecido por el vaivén de las olas. En ocasiones somos náufragos sin mapa, ni timón, atormentados en el océano de incertidumbre.  Y en el día de los milagros, somos un Pedacito de Dios flotando sobre la marea de la vida, dejándonos arrastrar por la corriente, sonriendo en la paz de que el Espíritu nos transforma.

Susannah Lorenzo©

23 de enero de 2024




He intentado plasmar en un dibujo digital (aún estoy de aprendiz), la visión que tuve, de flotar sobre un gran hoja de camalote, recostada sobre una flor de loto.

Si has disfrutado el texto y te gustaría que creara una Meditación Guiada a partir de él, deja por favor un comentario amoroso.

Mientras tanto, puedes disfrutar mis Meditaciones Guiadas en el canal principal de YouTube.

martes, 18 de abril de 2023

No olvidamos

No olvidamos.

Apagamos el recuerdo, anestesiamos el dolor, simulamos haber arrancado algunas hojas del libro de nuestra vida.




Si has tenido alguna vez una lesión ósea, sabrás a qué me refiero.  No importa si ha sido un hueso fracturado o un esguince que afectó una articulación, luego de unos años, o incluso unos meses, nos sentimos mejor y olvidamos el incidente.  Hasta que con un cambio de clima repentino, quizá un invierno antes de tiempo o niveles de humedad desacostumbrados, sentimos un dolor en la zona o incluso dificultad para mover ese hueso o esa articulación que alguna vez sanó.  Incluso algunas personas, pueden sentir en sus huesos los cambios de clima antes de que sucedan.

Ahora bien, ¿realmente ese hueso o esa articulación sanaron?  Es decir, quizá dejaron de molestarnos, o logramos recuperar nuestra movilidad y nuestra vida normal, sin mayores consecuencias.  Pero el hueso o la articulación afectada jamás volvieron al punto cero de restauración como si nunca hubiera sucedido nada.  La huella del incidente queda impresa para siempre en el sistema óseo, puede ser un callo sobre una fractura soldada, puede ser una articulación que quedó levemente desplazada en un par de milímetros o incluso puede quedar una deformidad interna que a simple vista no observamos.

Lo que hace el cuerpo es compensar, restaurar para que siga funcionando, crear reparaciones para proteger la zona debilitada o incluso alterar nuestros movimientos (de forma inconsciente) para que no causemos dolor en la zona dañada.  No existe tecnología ni avance médico capaz de regenerar un hueso o una articulación al punto cero; en muchos casos se colocará una prótesis que funcione como si fuera nuestra pieza natural, pero nunca será aquella parte que cambió para siempre.




Sucede lo mismo con nuestras emociones, con los traumas que afectan de por vida nuestros patrones de conducta,  nuestra forma de pensar, vivir e incluso relacionarnos con otros.

Jugamos a olvidar, intentamos hacer borrón y cuenta nueva, creemos que hemos pasado página e incluso, logramos vivir años o décadas sin recordar aquel abuso, aquella experiencia traumática, aquellas emociones humillantes o aquel dolor insoportable que parecía no irse jamás.

Sin embargo, bastará una pesadilla para mostrarnos que nuestro subconsciente guarda más información de la que quisiéramos; alcanzará con una frase o una actitud de otra persona para disparar emociones que creíamos erradicadas de nuestro sistema.  A veces, será algo tan simple como una película en la que el personaje viva lo que nosotros vivimos alguna vez; otras veces, conectaremos desde la empatía con personas que llegan a nuestra vida mostrándonos facetas que nosotros ya superamos, o creímos haber superado.

Quisiéramos poder reformatear nuestro cerebro para no recordar aquello que cada tanto nos perturba.  Pero la memoria emocional no solo está guardada en nuestra mente, deja su huella en nuestros órganos, en nuestro cuerpo, en nuestra piel, en nuestros mecanismos de defensa, en nuestras cicatrices visibles e invisibles o incluso en posturas físicas que alguna vez adoptamos sin darnos cuenta.

Eliminar todo rastro de información crearía un vacío que nos despojaría del aprendizaje que nos ayudó a llegar al lugar donde estamos ahora y a transitar la vida desde una mirada de compasión y sabiduría.  Ya no somos las mismas personas que vivieron aquellos hechos aberrantes o dolorosos, pero  sí somos el resultado de las lecciones de vida y de los recursos que usamos para sobrevivir.




No olvidamos.  Aprendemos a vivir con las heridas, los traumas, las cicatrices, las secuelas y las emociones.  Así como aceptamos que nuestro tobillo dolerá cuando llueva, o el hueso que alguna vez se astilló, nos moleste en invierno; debemos entender que no hay forma de volver al punto cero y ser lo que éramos ‘antes de’.

Esforzarnos por olvidar y no recordar nada puede ser tremendamente peligroso para nuestra salud física, mental, emocional y energética.  Ya sea porque reprimimos las emociones o porque generamos ruido y ocupaciones mundanas para distraer la mente, terminaremos siendo adictos a aquello que nos aleja de una realidad que nunca elegimos conscientemente.  Nos volvemos entonces, adictos al trabajo, a la soledad, a las salidas tumultuosas, a los analgésicos, a las relaciones banales, a la victimización, a los miedos, a las excusas, a la depresión, a la frustración, a la negatividad, al dolor, a la música ensordecedora, a los dulces, al alcohol, a los chismes,  a las drogas, a las relaciones tóxicas, al silencio, al auto boicot, a posponer lo que nos sana, a los desvíos, a las puertas cerradas, a los desquites, a las venganzas, a la enfermedad, a los síntomas y a las historias de sufrimiento.




Retomando la analogía de los huesos, ¿por qué cada tanto el cuerpo nos recuerda que hubo una parte dañada?  Para que seamos precavidos, para que no exijamos a esa zona demasiado esfuerzo, o movimientos que no resistiría.  Es una parte nuestra que debemos tratar con respeto, amorosamente y con cuidado, porque no tiene la misma resistencia o fortaleza original.

Olvidar es negar.  Negar es condenar ese recuerdo a un lugar carente de amor y de luz en nuestra sombra (subconsciente).

Por supuesto, no se trata de victimizarnos una y otra vez, de cultivar el resentimiento, la venganza o la sed de castigo.  Lo que importa es reconocer y aceptar que esa parte vulnerable de nosotros jamás volverá a ser como era y tampoco es sano esperar que así sea.  ¿Cuál fue la bendición oculta?  ¿Qué fue lo que aprendimos?  ¿Qué decisiones tomamos o qué cambios hicimos en nuestra vida que nos llevaron a vivir situaciones bonitas o bendecidas, que de otro modo no hubiéramos experimentado?  ¿Cómo puedo amar y atender esa herida emocional?  ¿Cómo puedo aprender a vivir con ella?




Si yo soy consciente y hago visible en mi interior esa herida o esa cicatriz y la acepto como parte de quien soy ahora, sin rechazo, sin negación, sin vergüenza, sin impotencia y sin frustración; entonces lo que quiera que suceda fuera de mí no me afectará ni me causará dolor alguno que no pueda soportar o que no sepa cómo afrontar.

Olvidar es negar y desear que algo nunca hubiera sucedido.  Ese deseo nos mantiene esclavos, de algún modo, de una paradoja y de un pasado poblado de ‘hubiera sido mejor’ o ‘hubiera sido distinto’.  Esa negación desgasta nuestro esfuerzo y nuestra energía en imaginar escenarios diferentes para un tiempo, un espacio y una dimensión a la que ya no tenemos acceso.

El recuerdo sano y consciente, desde la paz de aceptar lo que sucedió y lo que nunca pudo ser, nos permite la libertad de sentir y vivir plenamente el momento presente; amando lo que aprendimos a ser, sanando lo que aún duele y liberando las expectativas de lo que no fuimos, no somos y no seremos.

Susie©

Se me ha metido el invierno en todos los rincones donde alguna vez me dañaron.

Susannah Lorenzo©

Tejedora de Puentes

18 de abril de 2023

Escritura Terapéutica




lunes, 9 de enero de 2023

La defensa que nos daña



Nos ocultamos en una cueva alejada del mundo como una mujer salvaje que ha sido ultrajada y dañada de por vida; construimos muros invisibles a nuestro alrededor que nos mantienen a salvo de depredadores; hacemos crecer una valla de arbustos espinosos alrededor de nuestro corazón para que nadie ose lastimarnos (una vez más); nos vestimos con armaduras impenetrables, corazas de hierro que cierran todo paso a la sensibilidad; pero por sobre todo, atacamos ferozmente cada vez que algo nos duele sin distinguir si el daño ha sido provocado por quien intenta acercarse o si es parte de un dolor que ya residía en nosotros y simplemente se activó con un sonido, una palabra o una actitud.

Cuando estamos tan lastimados, cuando hemos sufrido mucho, cuando somos sobrevivientes de un trauma o un abuso, cuando estamos en duelo o cuando no tenemos paz interior, nos resulta difícil distinguir el origen del dolor y solemos creer que todas las personas hacen algo para dañarnos.  Establecemos mecanismos de defensa que se activan de forma inconsciente, sacamos nuestras garras, nuestras uñas, nuestra mirada más hosca, nuestra mandíbula tensa y nuestro gesto agresivo para responder ante los otros.

Cualquier palabra parecida a una que nos dañó anteriormente, nos lastima; incluso si una palabra o una frase roza nuestra herida, el dolor se activa.  Cualquier actitud semejante a la de un depredador o de alguien que nos hizo sufrir, activará nuestro mecanismo de defensa sin que nos demos cuenta hasta que ya sea muy tarde. 




¿Por qué habrá sido tarde cuando nos demos cuenta?  Porque nosotros también habremos causado daño desde nuestro dolor y desde nuestro mecanismo de defensa; toda defensa es un ataque, aunque no tengamos la intención primaria de atacar.

Cualquier persona que permanece demasiado tiempo en el rol de víctima, terminará lastimándose a sí misma y lastimando a otras personas.

No lo vemos, no podemos verlo a menos que nos corramos de ese lugar.  ¿Cómo podríamos verlo desde el rincón oscuro dónde estamos?  No hay buena visibilidad desde el fondo de la cueva, ni detrás de un alto muro, ni escondidos tras una mata de arbustos espinosos.  Tampoco podemos determinar las percepciones exactas de nuestros sentidos afectados por una armadura de acero oxidado y una escafandra que enrarece el aliento.




El dolor turba los sentidos, nubla la mente, dificulta la concentración, anula la objetividad, tiñe todo lo que tocamos con la sangre de nuestras heridas, afecta nuestras respuestas y reacciones, determina nuestro estado de ánimo y condiciona nuestra forma de amar.


¿Por qué pasamos años de nuestra vida en esa postura y en ese lugar de la psique?  Porque de algún modo;  nos gustaría que la realidad cambiara; que las personas que nos lastimaron cargaran con sus culpas y nuestro dolor, siendo tan infelices como nosotros lo somos;  que quienes nos hicieron sufrir tanto nos pidieran perdón y deshicieran todo el daño; que los abusadores nos devolvieran lo que nos robaron; que los ausentes se hicieran presentes y nos colmaran de todo aquello que necesitamos.

Eso no sucederá, ni ahora, ni en diez años, ni nunca.

Es nuestra responsabilidad sanar, es nuestra elección ocuparnos de las heridas, es nuestra voluntad compartir la mejor versión de nosotros mismos; es nuestra intención darle una oportunidad a quienes solo llegan a nuestra vida para amarnos; es nuestra fortaleza aprender a vivir con el trauma y con la marca de las heridas cicatrizadas.




Sé que no es fácil, tengo 58 años y aún estoy aprendiendo.  Confieso que empecé después de los 40 a reconocer mis heridas y hacerme cargo de mi proceso de sanación;  quizá haya sido tarde para muchas relaciones y ya no puedo deshacer el daño que hice sin darme cuenta.  Si tú eres más joven, ten el valor de comenzar ahora, en este momento.  Puedo asegurarte que la paz interior no es solamente un regalo para nosotros mismos sino para las personas que llegan a nuestra vida.

Si miro hacia atrás, recuerdo claramente las voces de las personas a mi alrededor reclamándome que siempre estaba a la defensiva y lo hacían desde una actitud agresiva, desde su propio dolor y heridas sin sanar.  Es que alguien tiene que poner el punto cero, de lo contrario entramos en un círculo vicioso en el que solo somos una cadena de reacciones y mecanismos de defensa,  que generan a su vez lo mismo en otras personas.

Por supuesto que no podía o no sabía cómo cambiarlo en ese momento, solo necesitaba que se desvaneciera el dolor y no podía diferenciar si lo que las personas hacían, me lo hacían a mí o simplemente lo hacían porque era parte de su comportamiento y su propio bagaje de traumas, patrones aprendidos y  heredados.  Yo no era un blanco perfecto elegido para disparar sus dardos mortíferos, al menos, no siempre.




¿Podemos obligar o forzar a alguien a que abandone su postura de víctima y deje de defenderse?  No, no debemos hacerlo.  No estuvimos allí, no estamos dentro de su corazón, no tenemos su misma sensibilidad.  Cada persona tiene su tiempo, su ritmo y su conjunto de recursos para superar o no una situación. 

¿Qué podemos hacer?  ¿Qué me hubiera gustado que hicieran conmigo? Podemos acompañar a esa persona desde el amor, la compasión, la empatía y la ausencia de juicios; podemos compartir recursos terapéuticos pero si no está lista para usarlos, no tiene sentido insistir.  Podemos evitar reaccionar agresivamente a sus mecanismos de defensa, respirar hondo y desde la calma hacerle notar que se está defendiendo y que nosotros solo estamos ahí para contener y amar.




¿Por qué nos hacemos daño cuando nos defendemos? Porque alimentamos la herida, seguimos dándole poder y energía a la persona o las personas que causaron tanto dolor; porque a través de nuestra defensa agredimos de forma inconsciente a las personas que más amamos y sobre todo porque todo lo que recibimos pasa a través del filtro del dolor y la victimización.

Recuerda, por ejemplo, el momento en que has tenido un accidente, un golpe fuerte, una quebradura, una caída o incluso si te has golpeado un dedo del pie.  No puedes pensar claramente en ese momento, no puedes resolver un cálculo matemático ni tomar una decisión importante; porque tu discernimiento está nublado, tu mente está turbada y tus emociones están en ese momento concentradas en el punto exacto donde reside el dolor físico; no existe nada más en ese instante.  ¿Te imaginas? ¿Qué pasaría si permitiéramos que una herida o una lesión física se mantuvieran en ese estado por años?  Nos volveríamos huraños, agresivos, depresivos o incluso desearíamos ya no vivir más.  Lo mismo sucede con las heridas emocionales, solo que al no ser visibles, las subestimamos, minimizamos su efecto en nuestras vidas y en nuestro comportamiento, creemos que podemos controlar lo que hacemos y decimos, con tal solo anular o esconder esa emoción.

Hay un dicho que todos repiten: “Pagan justos por pecadores.”  Del mismo modo, las personas que nos aman y a las que amamos, terminan expiando los pecados de quienes nos lastimaron.

Una o varias heridas sin sanar, ocultas, dormidas o ignoradas, nos convierten en una bomba de tiempo que puede detonar con tan solo una palabra, una actitud o una omisión.  Y en esa explosión saldremos todos lastimados y otra vez, las secuelas de ese daño nos acompañarán por años y así se convertirá en una historia sinfín.




Claro que sí, hay personas de las que hay protegerse, que no es lo mismo que defenderse.  Hay personas que son tóxicas y dañinas por naturaleza o por elección.  Con esas personas hay que mantener distancia de todo tipo y no darles espacio en nuestra vida, nuestra mente o nuestro corazón.  Cada vez que regresen a nuestra memoria, solo podemos hacer una oración de bendición, para que ya no sigan haciendo más daño y agradecer que hayamos aprendido a no permitirles el acceso a nuestro campo energético.

Sin embargo, hay personas que pueden ser tóxicas o lastimarnos por falta de consciencia, por patrones mal aprendidos  o por ignorancia, no por falta de amor.  Por ejemplo, el sol es necesario para la vida de todos los humanos, las plantas y los animales; sin él, nos enfermamos y debilitamos.  Ahora bien, si te recuestas en el jardín al medio día con 38ºC de temperatura y te quedas ahí más de una hora, tu piel se quemará, podrás sufrir insolación, deshidratación y terminar enfermo por un par de días.  El sol es beneficioso en su justa medida, como muchas cosas en la vida y como muchas personas que no aprendieron a transitar su camino de sanación y evolución.  El sol nunca tuvo ni tendrá la intención de lastimarnos, de nosotros depende protegernos, cuidarnos y encontrar el equilibrio para preservar nuestra salud.

Toda defensa es una reacción y toda reacción limita nuestra libertad para elegir cómo sentirnos, cómo vivir y como amar.

Susannah Lorenzo©

Tejedora de Puentes