No olvidamos.
Apagamos el recuerdo, anestesiamos el dolor, simulamos haber arrancado algunas hojas del libro de nuestra vida.
Si has tenido alguna vez una lesión ósea, sabrás a qué me refiero. No importa si ha sido un hueso fracturado o un esguince que afectó una articulación, luego de unos años, o incluso unos meses, nos sentimos mejor y olvidamos el incidente. Hasta que con un cambio de clima repentino, quizá un invierno antes de tiempo o niveles de humedad desacostumbrados, sentimos un dolor en la zona o incluso dificultad para mover ese hueso o esa articulación que alguna vez sanó. Incluso algunas personas, pueden sentir en sus huesos los cambios de clima antes de que sucedan.
Ahora bien, ¿realmente ese hueso o esa articulación sanaron? Es decir, quizá dejaron de molestarnos, o logramos recuperar nuestra movilidad y nuestra vida normal, sin mayores consecuencias. Pero el hueso o la articulación afectada jamás volvieron al punto cero de restauración como si nunca hubiera sucedido nada. La huella del incidente queda impresa para siempre en el sistema óseo, puede ser un callo sobre una fractura soldada, puede ser una articulación que quedó levemente desplazada en un par de milímetros o incluso puede quedar una deformidad interna que a simple vista no observamos.
Lo que hace el cuerpo es compensar, restaurar para que siga funcionando, crear reparaciones para proteger la zona debilitada o incluso alterar nuestros movimientos (de forma inconsciente) para que no causemos dolor en la zona dañada. No existe tecnología ni avance médico capaz de regenerar un hueso o una articulación al punto cero; en muchos casos se colocará una prótesis que funcione como si fuera nuestra pieza natural, pero nunca será aquella parte que cambió para siempre.
Sucede lo mismo con nuestras emociones, con los traumas que afectan de por vida nuestros patrones de conducta, nuestra forma de pensar, vivir e incluso relacionarnos con otros.
Jugamos a olvidar, intentamos hacer borrón y cuenta nueva, creemos que hemos pasado página e incluso, logramos vivir años o décadas sin recordar aquel abuso, aquella experiencia traumática, aquellas emociones humillantes o aquel dolor insoportable que parecía no irse jamás.
Sin embargo, bastará una pesadilla para mostrarnos que nuestro subconsciente guarda más información de la que quisiéramos; alcanzará con una frase o una actitud de otra persona para disparar emociones que creíamos erradicadas de nuestro sistema. A veces, será algo tan simple como una película en la que el personaje viva lo que nosotros vivimos alguna vez; otras veces, conectaremos desde la empatía con personas que llegan a nuestra vida mostrándonos facetas que nosotros ya superamos, o creímos haber superado.
Quisiéramos poder reformatear nuestro cerebro para no recordar aquello que cada tanto nos perturba. Pero la memoria emocional no solo está guardada en nuestra mente, deja su huella en nuestros órganos, en nuestro cuerpo, en nuestra piel, en nuestros mecanismos de defensa, en nuestras cicatrices visibles e invisibles o incluso en posturas físicas que alguna vez adoptamos sin darnos cuenta.
Eliminar todo rastro de información crearía un vacío que nos despojaría del aprendizaje que nos ayudó a llegar al lugar donde estamos ahora y a transitar la vida desde una mirada de compasión y sabiduría. Ya no somos las mismas personas que vivieron aquellos hechos aberrantes o dolorosos, pero sí somos el resultado de las lecciones de vida y de los recursos que usamos para sobrevivir.
No olvidamos. Aprendemos a vivir con las heridas, los traumas, las cicatrices, las secuelas y las emociones. Así como aceptamos que nuestro tobillo dolerá cuando llueva, o el hueso que alguna vez se astilló, nos moleste en invierno; debemos entender que no hay forma de volver al punto cero y ser lo que éramos ‘antes de’.
Esforzarnos por olvidar y no recordar nada puede ser tremendamente peligroso para nuestra salud física, mental, emocional y energética. Ya sea porque reprimimos las emociones o porque generamos ruido y ocupaciones mundanas para distraer la mente, terminaremos siendo adictos a aquello que nos aleja de una realidad que nunca elegimos conscientemente. Nos volvemos entonces, adictos al trabajo, a la soledad, a las salidas tumultuosas, a los analgésicos, a las relaciones banales, a la victimización, a los miedos, a las excusas, a la depresión, a la frustración, a la negatividad, al dolor, a la música ensordecedora, a los dulces, al alcohol, a los chismes, a las drogas, a las relaciones tóxicas, al silencio, al auto boicot, a posponer lo que nos sana, a los desvíos, a las puertas cerradas, a los desquites, a las venganzas, a la enfermedad, a los síntomas y a las historias de sufrimiento.
Retomando la analogía de los huesos, ¿por qué cada tanto el cuerpo nos recuerda que hubo una parte dañada? Para que seamos precavidos, para que no exijamos a esa zona demasiado esfuerzo, o movimientos que no resistiría. Es una parte nuestra que debemos tratar con respeto, amorosamente y con cuidado, porque no tiene la misma resistencia o fortaleza original.
Olvidar es negar. Negar es condenar ese recuerdo a un lugar carente de amor y de luz en nuestra sombra (subconsciente).
Por supuesto, no se trata de victimizarnos una y otra vez, de cultivar el resentimiento, la venganza o la sed de castigo. Lo que importa es reconocer y aceptar que esa parte vulnerable de nosotros jamás volverá a ser como era y tampoco es sano esperar que así sea. ¿Cuál fue la bendición oculta? ¿Qué fue lo que aprendimos? ¿Qué decisiones tomamos o qué cambios hicimos en nuestra vida que nos llevaron a vivir situaciones bonitas o bendecidas, que de otro modo no hubiéramos experimentado? ¿Cómo puedo amar y atender esa herida emocional? ¿Cómo puedo aprender a vivir con ella?
Si yo soy consciente y hago visible en mi interior esa herida o esa cicatriz y la acepto como parte de quien soy ahora, sin rechazo, sin negación, sin vergüenza, sin impotencia y sin frustración; entonces lo que quiera que suceda fuera de mí no me afectará ni me causará dolor alguno que no pueda soportar o que no sepa cómo afrontar.
Olvidar es negar y desear que algo nunca hubiera sucedido. Ese deseo nos mantiene esclavos, de algún modo, de una paradoja y de un pasado poblado de ‘hubiera sido mejor’ o ‘hubiera sido distinto’. Esa negación desgasta nuestro esfuerzo y nuestra energía en imaginar escenarios diferentes para un tiempo, un espacio y una dimensión a la que ya no tenemos acceso.
El recuerdo sano y consciente, desde la paz de aceptar lo que sucedió y lo que nunca pudo ser, nos permite la libertad de sentir y vivir plenamente el momento presente; amando lo que aprendimos a ser, sanando lo que aún duele y liberando las expectativas de lo que no fuimos, no somos y no seremos.
Susie©
Se me ha metido el invierno en todos los rincones donde alguna vez me dañaron.
Susannah Lorenzo©
Tejedora de Puentes
18 de abril de 2023
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