De repente,
nos palpamos el corazón y notamos un bulto, una protuberancia inflamada y
doliente que se irrita ante el roce. La
curiosidad puede más que la incomodidad y ante la observación atenta,
descubrimos que una vieja espina ha hecho su nido, hace ya largo tiempo. Un
pequeño movimiento, un intento de extracción, generan un intenso dolor, una
supuración maloliente y un terror inexplicable a descubrir que tan profundo nos
habita.
Sobre la
epidermis del corazón, un bonito bordado rodea la herida: intentos amorosos de
cerrarla o justificarla. Un viejo aroma
a pétalos fragantes nos devuelve el recuerdo de una rosa que solía coronar
nuestro jardín. ¿Cuántas veces demoramos
nuestra estancia en el dolor, cultivando expectativas de una realidad
diferente? ¿Cuánto tiempo justificamos
la espina como herencia de una rosa que ya no florece? ¿Cuánta esperanza albergamos de que la espina
pueda convertirse en tallo y luego deslumbrarnos con una rosa transformada?
"Enamorarse es un talento que pocas criaturas poseen, como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrificio, como la valentía personal. No se enamora cualquiera ni de cualquiera se enamora el capaz. Muy pocos pueden ser amantes y muy pocos amados".
Ortega y Gasset
¿Recuerdas
cuando eras niño y te clavabas una espina o una astilla? Luego de un rato jugando se te olvidaba,
hasta que algo rozaba la zona y el dolor ardiente y punzante regresaba. Evitabas que te sacaran la espina o la astilla,
porque de solo moverla, el dolor se extendía como una serpiente encendida.
De la misma
manera, dejamos pasar el tiempo cuando una espina ha quedado en nuestro
corazón; hasta que algo nos recuerda su existencia: un roce, una palabra, una
actitud, una ausencia o una ilusión hecha añicos. La espina tiene nombre y apellido, pero no ha
generado, como esperábamos, una nueva rosa, una nueva forma de amar; sino que
ha echado raíces espinosas que perturban la paz de nuestro corazón y nos roban
la alegría de vivir.
Puedes
ignorar, amar o aferrarte a la presencia de esa espina, como un trofeo de
tiempos mejores; pero inevitablemente generará una infección, un rechazo de tu
cuerpo todo, avisándote que tu salud está en riesgo, que estás perdiendo el
latido o que has olvidado lo que significa el buen amor.
Esa zona del
corazón se entumece, se endurece, genera infinitos mecanismos de defensa, se
intoxica y se retrae.
Los espejos,
las miradas, las lluvias de espinas, la ausencia de pétalos, los guardianes de
la mente, los sueños, la alergia a las rosas, la soledad inconmovible y los
desaires del destino, son un recordatorio constante de que una espina nos
habita y ha colonizado nuestros sentidos.
Entonces,
una tarde soleada de domingo, te conviertes en cirujano de tu corazón:
desinfectas la zona con una buena cuota de lágrimas y la anestesias con una
dosis de amor propio; extirpas en un solo paso la espina y sus raíces
espinosas. Ese pincho deforme y
cavernoso ya ni siquiera recuerda haber sido parte del tallo de una rosa;
apenas lo quitas de las profundidades de tu corazón, yace inerte, carente de
vida propia, incapaz de sobrevivir a la luz del sol.
En ese
orificio deforme, en esa herida abierta y desnuda, vulnerable y sensible,
puedes sentir el aire que circula y permite que la epidermis respire. Hay una sensación de libertad y despojo, un
vacío que te llena de alivio y una certeza de que tu corazón ha despertado a
una nueva vida.
No hará
falta cerrar con puntadas, ni tejer cerrojos que te guarden del barro; las
mordazas no sanan y las vendas evitan que la luz nos muestre la verdad.
Susannah Lorenzo©
Tejedora de Puentes
Destejiendo viejas heridas
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