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miércoles, 20 de julio de 2022

Sobre enojos y puentes rotos

Uno de los errores más comunes de la vida espiritual y la práctica de la paz interior, es obligarnos a reprimir cualquier señal de enojo.  Nos acostumbramos a respirar hondo, eliminar cualquier manifestación de nuestro desagrado, mantener la calma y evitar los conflictos.



Sin embargo, somos seres humanos y cualquier invalidación de nuestros derechos, una injusticia o una falta de respeto severa puede enojarnos.  Las personas se acostumbran a que como somos seres pacíficos, debemos mantener siempre una línea de conducta de voz tenue, silencios y modales amables.  De cuando en cuando, algunas personas necesitan que pongamos límites, necesitan saber que la paz y la amabilidad no dan lugar al atropello y que el enfado bien canalizado y expresado sin insultos es una manera de ubicar a cada quien en su palmera, como dice alguien a quien quiero mucho.

Guardar los enojos, evitar siempre cualquier clase de conflicto, ceder constantemente en pos de la paz de las relaciones y guardar nuestro tono de voz severo pueden causar la acumulación tóxica y explosiva de cóleras no controladas, que como el fuego, tomarán medidas insospechadas y crecerán a la sombra de la falta de amor y atención.  Entonces un día, bastará una gota para rebalsar el vaso, una chispa para encender la hoguera y quemar el portón tras el cual permanecían ocultos nuestros disgustos.  Nos hallaremos de mal humor, intolerantes y no tendremos paciencia ni para nosotros mismos.  Apenas una chispa, recordará todas las chispas, todos los momentos, aún aquellos que sucedieron décadas atrás.

Si cedemos para ser aceptados o no ser rechazados, en realidad, no nos están aceptando tal como somos, simplemente están aceptando una proyección a medida de los otros.  Si callamos porque nuestra verdad ofende y mantenemos la paz a costa de nuestro silencio, en verdad, estamos siendo injustos e infieles a nosotros mismos.  Nadie más que nosotros defenderá nuestros derechos, nuestro espacio, nuestra voz, nuestro lugar en este mundo o nuestra forma auténtica de ser.



Solemos callar lo que sentimos para no cargar con la culpa de que las otras personas se sientan ofendidas, lastimadas o decepcionadas por manifestar nuestras emociones.  Les permitimos que disfruten de una relación anestesiada por la diplomacia, los disfraces y los eufemismos.  Nos desconectamos así, de las emociones que creemos negativas, y por lo tanto nos alejamos del verdadero equilibro de nuestra alma y nuestra personalidad.

Quienes somos sobrevivientes de situaciones de violencia (en todos sus niveles), desarrollamos una cierta alergia a los enfrentamientos, los conflictos y cualquier agresión verbal, mental o emocional.  Por eso, inmediatamente nos cerramos en nuestra ira, y deseamos que se disuelva como por arte de magia.

No creo que sea sabio actuar o hablar desde la amargura del enojo, cuando la explosión de todas las chispas está en pleno auge.  Creo que cuando eso sucede es tiempo de hacer silencio, todo el silencio posible, para poder escuchar a nuestra mente y todas las frustraciones guardadas.  Depende cuánto tiempo llevemos sin escucharnos, ese acto de introspección puede tardar una tarde o tal vez varios días.

Luego, debemos analizar cuántas veces callamos para no incomodar, para caer bien o para mantener una relación que no respeta nuestro espacio y nuestra identidad.

Se puede establecer límites, reclamar lo que nos pertenece y defender nuestros derechos sin agredir, insultar ni gritar; desde la paz interior y la seguridad absoluta de lo que merecemos sin culpa alguna.

Ahora bien, nuestra voz inevitablemente incomodará, ofenderá y enojará a quienes no están dispuestos de antemano a respetar lo que somos y lo que nos corresponde, y eso es algo con lo que debemos aprender a vivir.

Volvernos amargos como una ofrenda de sacrificio no es ningún mérito.  La gloria está en expresar nuestra voz desde el amor, la compasión y el respeto por lo que somos y lo que es cada persona.  Es importante aceptar que así como nadie es responsable de nuestro enojo, no somos responsables de la amargura que otros sienten por cómo somos, lo qué hacemos o lo que decimos.(Siempre y cuando actuemos desde el amor, la compasión, la empatía y el respeto.)



Cada quien está lidiando con sus propias luchas, conflictos, crisis e incoherencias.  Quien no honra nuestra presencia y nuestra palabra, encontrará siempre excusas para ignorarnos, faltarnos el respeto, invisibilizarnos o mostrarnos su hostilidad.  Probablemente, aquello que sentimos como algo que ‘nos hacen’, en realidad, es un mecanismo de defensa inconsciente, porque lo diferente en nosotros los asusta, los confunde o trae a la superficie sus conflictos emocionales.

El enojo es algo  que siempre me ha costado gestionar.  Suelo consumirme en llamas de frustración, impotencia y rabia mientras quienes cometieron su atropello continúan su vida sin darse cuenta o sin importarles el daño que causan.

El enojo, es al fin de cuentas, una suma de expectativas no cumplidas.  Es decir, esperamos que porque alguien reza a diario o va a misa cada domingo, vea la espiritualidad y la buena voluntad tal como la vemos nosotros. Proyectamos nuestra forma de actuar, nuestro nivel de compasión y respeto en la vida de otras personas, esperando que actúen en espejo o que se rijan por las mismas normas y valores que nosotros.  No funciona así, lamentablemente.  Proyectar y tener expectativas es una manera de juzgar, una manera de rotular a las personas.  Si me enoja más que una terapeuta holística no sea tan holística, o que un católico se olvide de Jesús en sus actos diarios; si me enoja eso más que un ser pedestre y común sin vida espiritual o consciencia expandida cometa el mismo atropello; entonces, estoy juzgando, estoy midiendo a los otros según mis expectativas y según los rótulos que cada quien exhibe.

Mi enojo, mi amargura, mi furia y mi frustración no harán que los otros cambien o tomen consciencia, quizá nunca lo hagan o cuando lo hagan, yo ya no lo necesite.

Una vez que todo el enfado ha tenido su espacio y su tiempo, llega el momento de respirar y perdonar, de aceptar, amar, iluminar y seguir adelante.

Quien me ‘ha ofendido’ merece la mejor versión de mi misma; si lo dejo con mis pequeñeces, mis sombras y mis propios miedos e inseguridades, solo aumentará la hostilidad y estaré alimentando su propia oscuridad.

No es que sea fácil, estoy aprendiendo.

En los últimos días pasaron muchas cosas desagradables, en realidad, creo que han sido varias semanas.  De repente, me di cuenta que había un patrón que se repetía: hostilidad, falta de respeto, atropello y desconsideración.  Fue así que me tomé el trabajo de recordar cada ocasión, cada lugar y todas y cada una de mis reacciones.  Mis reacciones habían sido siempre las mismas: enojo, frustración, rabia, impotencia, tormentas mentales, reclamos por justicia y un aceptado rol de víctima.  Entonces me dije: ¿Qué es lo que puedo hacer diferente? Puedo aprender a aceptar que cada quien tiene su nivel de consciencia y espiritualidad y ninguno es mejor que otro.  Puedo aprender a perdonar, liberándome de cualquier necesidad de revancha, recompensa o remediación.  Puedo aprender a mirar amorosamente a las personas en su imperfección, en sus egoísmos y en su limitada visión del otro.  Puedo aprender a quitar el foco de lo que está mal y solo ocuparme de Ser mi mejor versión, de brillar mi Luz y manifestar mi Alma, sin esperar la aprobación de otros.



Este ha resultado un escrito bastante desorganizado, sin la fluidez de otras veces; pero estoy agotada física, mental y energéticamente.  Las pruebas de las últimas semanas han sucedido en todos los niveles y en todas las dimensiones.

Este es un recordatorio para mí y una invitación para ti: no acumular enojos en el sótano sin nuestra atención y cuidado amoroso.

Paz en nuestros corazones.

Paz en nuestra mente.

Necesitamos mucha Paz.

Susannah Lorenzo

Tejedora de Puentes

(Con puentes bombardeados)

19/07/2022

 


domingo, 19 de junio de 2022

El Amor que no juzga

Cada año en la cercanía del día del padre, pero por sobre todo, desde que mí nido se rompió prematuramente, he vivido esta fecha con resentimiento, enojo, bronca, frustración y amargura.



Me daba coraje, como dicen los Mexicanos, que el padre de mis hijos y los padres de mis nietos se creyeran merecedores de celebrar su día.

Me parecía injusto que sus hijos los miraran con un amor ciego y buscaran educar a sus padres en una relación que ellos no honraban ni honran.

Deseaba que el progenitor (accidente biológico) de mis hijos y de mis nietos también, vivieran ese día en la miseria emocional que ellos habían sembrado. Deseaba que pagaran por haber dañado, mancillado y maltratado a las madres de sus hijos. Deseaba que fueran castigados por haber deseado que sus hijos no llegaran a este mundo y luego por haber ignorado todas y cada una de sus necesidades. Deseaba que dejaran de ostentar ante sus amigos, los hijos que habían elegido no criar ni educar. Deseaba que se miraran al espejo y descubrieran que eran una basura humana.

Los culpaba porque mis nietos y mis hijos perdieron tiempo de calidad con sus madres, porque nosotras estábamos ocupadas buscando el plato de comida que faltaba, la medicina que urgía o la ropa que abrigara en invierno.

No es casualidad que el padre de mis hijos y los padres de mis nietos, compartan tantas características miserables. Eso es parte de las heridas no sanadas y El amor que no alcanza.

Creí haber perdonado pero los quería lejos de mis hijos y mis nietos. Deseaba que vivieran en un país remoto para que sus mentiras y sus manipulaciones dejaran de dañarlos y afectar sus vidas; para que sus actitudes no se convirtieran en ejemplo de vida.


Como una leona feroz, los he defendido por ser los hijos del Tío Scar. Hubiera deseado que fueran hijos de Mufasa, pero no lo son y eso es algo que debo aprender a perdonarme.

En lo personal, creo que quienes nacen como Scar, no podrán cambiar jamás. Pero también he aprendido que para que haya un victimario, debe haber una víctima, y cuando la presa elige jugar otro rol, el cazador se muere de hambre y aburrimiento.

No me toca a mí juzgar o decidir su suerte. Solo Dios sabe.

Pero sí puedo elegir abandonar el enojo, la amargura y el resentimiento.


Mis hijos merecen mis mejores deseos y bendiciones y su padre será siempre parte de sus vidas, sus corazones y sus aprendizajes, por lo tanto merece mis bendiciones diarias.

Deseo que mis tres hijos puedan celebrar el día del padre y organicen entre todos los regalos, la comida, y el festejo. Eso será señal de que han sanado y solo los une el amor y el perdón.

Deseo que el padre de mis hijos conozca el Amor que todo lo puede y las virtudes de mis hijos superen la herencia de sus miserias emocionales.

Deseo que mi hijo y mis nietos tengan paz en su corazón y sabiduría para poder ser mejores hombres y mejores padres cuando sea su momento.

Deseo que mis hijas y mis nietas puedan sanar sus heridas y aprendan a amarse tanto que el destello en los ojos de un depredador ya no las obnubile.

Es cierto, hay realidades y personalidades que ya no pueden cambiarse. Pero si se puede cesar en la búsqueda de justicia, porque de algún modo se parece a la búsqueda de la revancha y eso quita paz y nos aleja del Amor.


Por primera vez, desde que soy madre (hace 37 años) y desde que soy abuela ( hace 16 años), suelto y confío. Confío en que mis hijos y mis nietos están protegidos por la Madre María y no necesitan de mi sobreprotección o mis advertencias. Suelto mi necesidad de controlar lo que hacen o dejan de hacer porque solo Dios sabe lo que cada Alma necesita vivir. 

Dejo de culparlos (a los padres ausentes e irresponsables) porque eso me hizo creer que era mejor madre y mejor persona.

El buen amor no se compara ni se mide, el buen Amor Es.

Porque mientras estaba sentada en el sillón de Juez, me perdí la alegría de Amar y Vivir.

Susannah Lorenzo
Descubriendo Puentes

martes, 15 de enero de 2019

Quereme


Los demás huéspedes de la Posada me miran y hablan entre ellos; no disimulan sus chistes o simplemente se me quedan mirando como si yo estuviera fuera de tiempo y espacio.

Clarita, la gata, es la única que cada tanto se queda a mi lado o simplemente refriega su cuerpo contra mi pierna en señal de reconocimiento.

A los 54 años, los murmullos, las miradas inquisitorias y las risitas burlonas todavía me desacomodan y me tientan a encerrarme en la habitación por el resto del día.

Permanecer en espacios comunes es  una lucha interna que me agota y me quita paz.


Ahora la gente habla de bullying en las escuelas, pero rara vez se acepta que esa discriminación o esa actitud hostil frente a personas diferentes, comienza con los adultos.

Superar la timidez e intentar salir de mis rincones solitarios y seguros, es una decisión que suelo tomar con la mente; pero que sin importar cuánto me esfuerce, la niña solitaria y no querida, vuelve a asustarse y replegarse ante la menor señal de mofa.

Crecí mudándome de ciudad en ciudad, de provincia en provincia y sin importar donde fuera, me convertía en el bicho raro, podía ser la tonada pegadiza del lugar anterior, mi timidez, mi ropa fuera de moda o mis costumbres poco comunes.

Me acostumbré a no explicar, a no pedir, a preferir sentirme no querida antes que intentar ser aceptada.  Esperaba siempre que alguien se acercara, alguien me descubriera y me quisiera con todas mis rarezas, sensibilidad y corazón de poeta.

Crecí en una familia donde no encajaba; me amaban, sí, aunque no pudiera sentirlo, pero luchaban por encarrilarme, acomodarme y volverme ‘normal’ dentro de sus parámetros.

No sabían qué hacer conmigo y así pasé muchos años sin saber yo misma qué hacer conmigo.
Elegir ser lo que soy, no negociar, me ha costado aislamiento y soledad.

Tanto mis hijos, como el resto de mi familia, están convencidos de que todos los desacuerdos, todas las distancias, y todos los conflictos son sólo culpa mía.

Probablemente, parte de mi culpa sea mantener silencio cuando sé que no seré escuchada, guardar distancia cuando seré juzgada y dejar de intentar tender puentes, cuando las palabras ajenas se vuelven misiles que destruyen.

Cuando crecemos siendo juzgados, aprendemos a juzgar; inevitablemente repetimos patrones de conducta.  Los raros terminamos juzgando a todos los normales, que no se animan a vivir libres de caretas y disfraces.

Sin embargo, ese otro que se mofa y me mira con desdén, se parece bastante a esa parte de mí que no puede sostener la mirada frente al espejo.


Aunque los demás dejaran de juzgarme y yo dejara de juzgar a otros, mientras me juzgue a mí misma, no habrá paz interior.

Aunque me quieras mucho, si yo no me quiero, no hay amor que alcance y tape cada hueco vacío en nuestro corazón.

Quiero aprender a sentirme radiante, a amarme y aceptarme sin importar el deterioro de mi cuerpo.

Esta deformidad que me asusta en el espejo resultó ser el escudo perfecto para neutralizar cualquier atracción física.  Si yo no podía quererme enferma y limitada físicamente, nadie más podría hacerlo.

Inconscientemente decretamos realidades que luego se convierten en nuestra propia cárcel.

Si aún no soy libre de miradas ajenas, es porque aún no  he aprendido a mirarme.




Susie
01 de enero de 2019
Mirándome
Amándome
Aceptándome

domingo, 12 de enero de 2014

Ruido

Todavía me descubro dando explicaciones de las decisiones que tomo,  en diálogos mentales con las personas que me aman.

Mi auto-exigencia me lleva a enojarme conmigo cuando hago eso, pienso que a esta altura llegando a los 50, ya debería haber logrado deshacerme de un hábito que cultivaron en mí desde que era apenas una niña pequeña.

Sin embargo, me perdono y me amo, porque al menos ahora, lo detecto a tiempo, detengo la justificación y me lanzo a hacer lo que me hace bien.
Susie©