martes, 15 de enero de 2019

Quereme


Los demás huéspedes de la Posada me miran y hablan entre ellos; no disimulan sus chistes o simplemente se me quedan mirando como si yo estuviera fuera de tiempo y espacio.

Clarita, la gata, es la única que cada tanto se queda a mi lado o simplemente refriega su cuerpo contra mi pierna en señal de reconocimiento.

A los 54 años, los murmullos, las miradas inquisitorias y las risitas burlonas todavía me desacomodan y me tientan a encerrarme en la habitación por el resto del día.

Permanecer en espacios comunes es  una lucha interna que me agota y me quita paz.


Ahora la gente habla de bullying en las escuelas, pero rara vez se acepta que esa discriminación o esa actitud hostil frente a personas diferentes, comienza con los adultos.

Superar la timidez e intentar salir de mis rincones solitarios y seguros, es una decisión que suelo tomar con la mente; pero que sin importar cuánto me esfuerce, la niña solitaria y no querida, vuelve a asustarse y replegarse ante la menor señal de mofa.

Crecí mudándome de ciudad en ciudad, de provincia en provincia y sin importar donde fuera, me convertía en el bicho raro, podía ser la tonada pegadiza del lugar anterior, mi timidez, mi ropa fuera de moda o mis costumbres poco comunes.

Me acostumbré a no explicar, a no pedir, a preferir sentirme no querida antes que intentar ser aceptada.  Esperaba siempre que alguien se acercara, alguien me descubriera y me quisiera con todas mis rarezas, sensibilidad y corazón de poeta.

Crecí en una familia donde no encajaba; me amaban, sí, aunque no pudiera sentirlo, pero luchaban por encarrilarme, acomodarme y volverme ‘normal’ dentro de sus parámetros.

No sabían qué hacer conmigo y así pasé muchos años sin saber yo misma qué hacer conmigo.
Elegir ser lo que soy, no negociar, me ha costado aislamiento y soledad.

Tanto mis hijos, como el resto de mi familia, están convencidos de que todos los desacuerdos, todas las distancias, y todos los conflictos son sólo culpa mía.

Probablemente, parte de mi culpa sea mantener silencio cuando sé que no seré escuchada, guardar distancia cuando seré juzgada y dejar de intentar tender puentes, cuando las palabras ajenas se vuelven misiles que destruyen.

Cuando crecemos siendo juzgados, aprendemos a juzgar; inevitablemente repetimos patrones de conducta.  Los raros terminamos juzgando a todos los normales, que no se animan a vivir libres de caretas y disfraces.

Sin embargo, ese otro que se mofa y me mira con desdén, se parece bastante a esa parte de mí que no puede sostener la mirada frente al espejo.


Aunque los demás dejaran de juzgarme y yo dejara de juzgar a otros, mientras me juzgue a mí misma, no habrá paz interior.

Aunque me quieras mucho, si yo no me quiero, no hay amor que alcance y tape cada hueco vacío en nuestro corazón.

Quiero aprender a sentirme radiante, a amarme y aceptarme sin importar el deterioro de mi cuerpo.

Esta deformidad que me asusta en el espejo resultó ser el escudo perfecto para neutralizar cualquier atracción física.  Si yo no podía quererme enferma y limitada físicamente, nadie más podría hacerlo.

Inconscientemente decretamos realidades que luego se convierten en nuestra propia cárcel.

Si aún no soy libre de miradas ajenas, es porque aún no  he aprendido a mirarme.




Susie
01 de enero de 2019
Mirándome
Amándome
Aceptándome

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