Para las mujeres que hemos debido criar a nuestros hijos cubriendo (o intentando hacerlo) las ausencias emocionales o económicas (o ambas) de sus padres biológicos, el sujeto es siempre un ‘mal nacido’ que no se merece a nuestros hijos. O sea, que nuestros hijos terminan siendo hijos de un mal nacido; nos guste o no, y de algún modo se convierten en mal nacidos, en el verdadero sentido de la palabra. Es que no alcanza con amar a nuestros hijos y hacerlos el centro del universo.
Dentro de nosotros se gesta un resentimiento apestoso que contamina lo que pensamos, sentimos, hacemos y decimos. Algunas madres lo gritamos a los cuatro vientos y advertimos a nuestros hijos sobre las intenciones manipuladoras de quienes sólo buscan satisfacer su ego y sus necesidades mezquinas. Otras madres eligen callar sus pensamientos y sostener una imagen paternal ficticia esperando a que los hijos descubran por sí mismos lo que inevitablemente los dañará algún día.
En muchos casos, las restricciones de acercamiento o
situaciones judiciales que malogran el vínculo para resguardar a los hijos de
situaciones abusivas, violentas y perjudiciales para su salud física y mental.
Probablemente, ese sujeto violento, depravado o
psicópata no se merece a nuestros hijos.
Seguramente, el padre que nunca estuvo en una guardia
de hospital; no sostuvo nuestra mano ni
se ocupó del bebé cuando agonizábamos; no fue a reuniones de escuela ni hizo
trámites para su educación; el padre que no pasó noches sin dormir, ni rezó
para que nuestros hijos se sanaran, seguramente no merece a nuestro hijos.
Obviamente, el hombre que pidió que abortáramos y no
protegió el embarazo, no merece a nuestros hijos.
Creo que los vínculos paternales y maternales (elegidos o no, buscados o no) implican responsabilidad, dedicación,
sacrificio, generosidad y una consciencia del otro y sus necesidades, que van
más allá de nuestros planes o deseos.
Sin embargo, aunque nos pese, nuestros hijos no serían
quienes son sin ese ser, despreciable para nosotros. Si tuvieran otro padre biológico, serían otro
ser completamente diferente.
Si dejamos que ese resentimiento apestoso nos habite,
si permitimos que la injusticia (de quien
no cumple sus obligaciones ni ocupa su rol) se convierta en nuestro himno;
entonces dejamos que la insatisfacción nos colonice y la frustración nos
gobierne.
Amamos a nuestros hijos desde un corazón profundamente
lastimado; ejercemos nuestra maternidad con la culpa de haber elegido mal y de
no estar disponibles para maternar, por cubrir las ausencias del otro; educamos
a nuestros hijos desde las heridas de una mujer abusada, violada, maltratada o
golpeada (o todo eso junto); ponemos
a nuestros hijos en el centro del universo sin haber aprendido a amarnos,
respetarnos y perdonarnos.
Dice la Dra. Christiane Northrup que los psicópatas y
los vampiros energéticos no cambian, porque nacieron con una predisposición
genética, que probablemente se activó o se potenció durante una crianza en la
infancia tóxica, abusiva o traumática.
No creo que nuestra actitud, oraciones o deseos puedan
cambiar a esos hombres.
Pero sí creo y aprendo que si Dios los puso en nuestra
vida y les permitió ser el padre biológico de nuestros hijos, es porque tanto
nosotras como ellos, algo tenemos que aprender y sanar.
Por supuesto, que no es sano permitir que nuestros
hijos vivan en un entorno de manipulación, abuso y violencia. En esos casos, la distancia es necesaria.
Durante muchos años, trabajé el perdón con el padre de
mis hijos. Cuando había logrado vivir
como si él no existiera (al menos eso
creía), sin miedo, sin huir y sin desear que se muriera; la vida me colocó
en una situación en la que terminé aceptando sus manipulaciones para que mis
hijos tuvieran casa, comida y educación; algo que yo no podía darles cuando
llegó su adolescencia.
Entonces, el resentimiento apestoso, la injustica
cruel, las mentiras de otros, las conveniencias ajenas y los rumores esparcidos
como pólvora, me quitaron la paz, la alegría y las ganas de vivir. No sólo ese hombre me había robado la
virginidad y la dignidad cuando era adolescente, también me había robado la
posibilidad de una familia para mis hijos y una maternidad plenamente
disfrutada en tiempo y espacio cuando era joven; sino que en ese momento me
robaba el centro del universo, destruía la familia que yo sola había sostenido
y se declaraba padre de tres hijos, por los que jamás se había privado de nada.
A partir de ahí, todo fue mi culpa; ¿acaso no lo había sido siempre?
Combinación
letal si las hay: culpa + heridas y traumas sin sanar + resentimiento.
No sólo logró separarme de mis hijos, sino que sembró
la discordia entre ellos y vendió tantas mentiras que las dudas e inseguridades
se multiplicaron en sus corazones.
Me pasé más de 20 años esperando una reparación, una
compensación o la magnificencia de la Justicia Divina. Esa herida profunda que desgarró mi corazón,
literalmente desgarró mis órganos y causó tantos problemas de salud y tantas
historias repetidas, que Dios no me dejó más opción que aprender a sanar desde
el Amor Divino.
No,
no alcanza con perdonar; mientras dentro de nosotros quede una gota de
resentimiento o una pequeña sed de justicia; mientras sigamos habitando el rol
de víctima.
Porque entonces, probablemente el ‘mal nacido’ ya no
esté en nuestra vida, pero tampoco quede rastro alguno de aquello que nos daba
alegría. Y luego descubres, que hay
otros ‘mal nacidos’ que se metieron en la vida de tus hijas y nietos. Y esos también, te quitan la paz y la
alegría.
Perdonar
es el primer paso en cualquier daño irreparable.
El
segundo paso es aprender a sanar para recordar sin que duela y sin que nos
afecte.
El
tercer paso es bendecir y agradecer a ese ser tan falto de virtudes, porque nos
dio la posibilidad de engendrar a los seres preciosos que son nuestros hijos.
Como en el oh’Hoponopono, la práctica no necesariamente
transforma a quien va dirigida, sino que nos transforma a nosotros. Entonces, poder decir y sentir:
Lo
siento, porque reafirmé tu oscuridad con cada palabra y pensamiento sobre ti.
Perdón,
porque no supe agradecerte el regalo de los hijos que juntos concebimos.
Gracias,
porque me regalaste una caja llena de oscuridad y ese regalo me obligó a
descubrir y mantener viva la luz y los colores que ya había perdido antes de
conocerte.
Te
amo, como el Alma que llegó para indicarme mi camino de sabiduría y
aprendizaje.
¿Quién
soy yo para decidir que ese hombre no merece a mis hijos?
Sólo Dios conoce el gran rompecabezas y el diseño final
de un tapiz del que sólo somos apenas un hilo.
Quizá mis hijos sean la única posibilidad de recibir
bendiciones y conocer el buen amor, que ese ser tenga en esta encarnación.
Tal vez, regresaron a él porque su alma los necesitaba
más que la mía, aunque mi corazón se desangrara en el nido vacío.
Los depredadores jamás reparan el daño causado a su
presa; la naturaleza, incluso, jamás reconstruye lo que destruye con una
catástrofe; el jarrón que se hizo añicos contra el piso, guarda sus cicatrices
aunque recupere su forma; y la hoja de papel blanco y suave, jamás regresa a su
lisura original después de haber sido apretada y arrugada con furia.
Nada
retorna a su estado original. Quedarse en los ‘hubiera’, en supuestos y
conjeturas, no hace más que restarnos presencia y energía sanadora en el
presente. La aceptación consciente de lo
que fue y lo que no fue, como parte de un Plan Divino, es la única manera de
avanzar, transformarnos y elegir mejor nuestros pensamientos, sentimientos y
palabras.
Somos
el resultado de lo que logramos superar y sobrevivir; pero no somos la tragedia
ni el trauma; somos las emociones que nos permitimos sentir y las palabras que
elegimos pensar.
Somos
responsables de nuestra sanación, porque hasta el amor más absoluto y divino se
contamina en un corazón roto.
Susannah
Lorenzo©
Día
de Santo Silencio – sábado 22 de julio de 2023
Nota 01: Poder aceptar sin rencor, celos o amargura, que ese hombre disfrute de mis hijos aunque yo no pueda disfrutar e ellos, es algo que puedo sentir por primera vez. Eso, es un paso importante para mí.
Nota 02:
Lo
siento Adela, si te culpé tantas veces por tus ausencias y si te hice responsable
por los errores de tu hijo. Quizá, nada
podías hacer para cambiar la realidad.
Ahora lo entiendo.
Te
agradezco, porque gracias a ti, mis hijos son quienes son ahora.
Mi
corazón sabe que tu corazón amaba y ama a tus nietos, a mis hijos.
Gracias.
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