Una charla profunda y extensa
Quienes no hemos sanado nuestras heridas emocionales de la infancia y adolescencia, buscamos el reconocimiento profesional del mismo modo que buscábamos llegar a casa con las mejores notas en la libreta de la escuela.
En lo personal, era siempre la mejor del curso, la
alumna aplicada y respetuosa, la que destacaba y era elogiada por
profesores. Es cierto que con mi nivel
de inteligencia racional (matemática y lingüística) se me daba fácil tener
buenas notas, terminar un examen en la mitad del tiempo que el resto y aprender
con sólo hacer un resumen. Pero también
es cierto que el rendimiento escolar excelente era lo único que me permitía ser
vista, reconocida y celebrada en el entorno familiar.
Probablemente haya también una influencia astral en mi
rendimiento escolar y profesional: soy Virgo y como tal disfruto hacer bien las
cosas, y cuando digo bien, digo perfecto.
Creo siempre que todo es mejorable, perfectible y posible y que si no se
hace bien, no tiene sentido hacerlo.
Ese perfeccionismo y esa sed desmedida por el
reconocimiento profesional, me ha llevado muchas veces a pasar por alto la
falta de reconocimiento económico y a descuidar mi equilibrio de salud física,
mental y emocional.
Como sostén de un hogar monoparental (madre soltera de
3, sin asistencia del estado ni cuota alimentaria), me acostumbré a negociar
condiciones de trabajo poco favorables y en detrimento siempre de mi maternidad
y de la cantidad de tiempo disponible para mis hijos. En los 80 y 90, conseguir un trabajo siendo
madre soltera, era un desafío que activaba todos los procesos discriminatorios
de un mundo laboral diseñado desde lo masculino y desde la anulación de los
derechos femeninos. Significaba prometer
que trabajaría como si no tuviera hijos, sin pedir permiso para reuniones o
actos escolares o gastar más de la mitad del sueldo en guarderías, niñeras y
empleadas que pudieran estar cuando yo no estaba.
Aún así, estrenando el milenio, el sistema laboral, el
patriarcado y las injusticias pudieron más que cualquier determinación,
voluntad o sacrificio: perdí mis hijos en una batalla silenciosa que me dejó
como única culpable ante los ojos del clan familiar e incluso la misma
comunidad.
Fue así que llegué a un pueblo remoto de la provincia
de Mendoza, buscando alejarme de todo lo conocido, destruida emocionalmente y
en un estado de abatimiento y derrota que me impedía hacerme cargo del bagaje
de heridas que me acompañaban desde la niñez.
En ese pueblo remoto encontré la paz que necesitaba, el
paisaje que me permitía conectar con la belleza de la vida y la oportunidad de
volver a ser ‘la mejor’. No había
profesionales con mi talento ni con mi experiencia, era la mejor profesora de
inglés y la mejor intérprete y traductora.
Lo era también antes, en cualquier otra ciudad, pero allí, mis
cualidades y mi rendimiento resaltaban notablemente. Eso sirvió para acomodar mi ego en un lugar
que necesitaba.
Dediqué 13 años de mi vida a ese pueblo con aires de
ciudad. Trabajé en radios del estado y
en radios privadas. Cada vez que hacía
falta una traductora o una intérprete de inglés, era la persona que buscaban
desde el gobierno para atender funcionarios, académicos y empresarios
extranjeros. Contratarme era siempre
garantía de un servicio excelente e impecable y de relaciones internacionales
fructíferas. También cubrí algunas
suplencias y algún cargo docente temporal en
un secundario para adultos y en un instituto terciario, y fui docente de
la academia municipal de inglés durante algún tiempo.
En mis programas de radio buscaba siempre difundir y educar
en todo lo que tuviera que ver con la cultura y crear consciencia y fomentar el
discernimiento entre los oyentes. Eso
fue motivo de censura, persecuciones, acoso, amenazas y condicionamiento
laboral. Además de eso, pasé a formar
parte de una ‘lista negra’ del gobierno municipal que alentaba a los
funcionarios a no autorizar mi contratación como empleada. Es decir que cada
vez que realizaba algún trabajo o brindaba un servicio para gobierno municipal,
yo debía facturar (incluso cuando era docente de su academia de inglés) como
Monotributista y perseguir pagos que en muchos casos podían demorar más de 60
días en cancelarse.
Durante esos 13 años, guardé la esperanza de que algún
funcionario del gobierno municipal, se diera cuenta de la importancia que
representaba para las relaciones internacionales activas del pueblo, contratar
como empleada a una profesional, que no solo era eficiente como traductora,
sino que además contaba con múltiples talentos y habilidades relacionadas a
gestión, protocolo, administración, informática, diseño de contenido
audiovisual y otras tantas.
Bajo la bandera de ciertos partidos políticos, solo se
contrata (al menos en Argentina) a personas que son leales a la causa
partidaria, que no ejercen la libertad de expresión en medios gráficos o
radiales y sobre todo que solo establecen relaciones profesionales y personales
con gente del mismo partido. Quizá,
algún día, Argentina aprenda a vivir en democracia, y los funcionarios y
empleados estatales sean elegidos y contratados por su eficiencia y su
desempeño. Mientras tanto, todo lo que
aprendí en derecho cívico se queda en mis libros de secundaria.
¿Qué hago a las 3:30 am escribiendo sobre mi experiencia profesional en un pueblo perdido entre volcanes y montañas nevadas?
Han pasado casi 10 años desde que me fui de aquel
lugar. Me fui sin muchos anuncios, en
medio de un desalojo, de una situación de supervivencia que complicaba mi salud
y mi estado anímico. Estaba ahí para
brillar y dejar bien parado al municipio cada vez que lo necesitaban, pero el
resto del tiempo era invisible y apenas si podía pagar mis gastos básicos. ¿Cómo llegué a ese punto? Cuando hay una situación de explotación
laboral encubierta, hay un explotador, pero también hay una persona que se
victimiza y se permite ser explotada en pos de un reconocimiento hecho de
palabras vacías y de promesas que nunca se cumplen. Es curioso, aún hoy, todavía hay personas que
siguen viviendo en ese lugar que no saben que me fui o que si lo saben, no
terminan de entender porque lo hice.
Una serie de sueños recurrentes con ese pueblo y su
gente y los lugares donde trabajé junto con la aparición en mi vida de una
persona de aquella época, activaron algunas tormentas en mi subconsciente y me
mostraron una perspectiva no vista a tiempo.
A Malargüe le di no sólo 13 años de mi vida, le dediqué
pasión, entusiasmo, tiempo y profesionalismo.
Creía en la gestión que había construido un Centro de Convenciones apto
para eventos internacionales, y había generado las relaciones internacionales
para que un Observatorio Internacional de Rayos Cósmicos se instalara en ese
lugar remoto de nuestro país. Creía en
los planes estratégicos y en las bondades del lugar. Aunque fuera apartidaría y a pesar de nunca
ser una empleada con recibo de sueldo, obra social, vacaciones pagas y
aguinaldo, yo defendía ese lugar y sus relaciones internacionales con la
camiseta puesta de Argentina y de Mendoza y Malargüe.
El único trabajo que rescato de esos años como un
logro, fue un contrato con la MTU (Universidad tecnológica de Michigan). Ese contrato equiparó reconocimiento profesional
con reconocimiento económico, con condiciones de respeto y dignidad y con una
libertad de gestión en la que ellos se sentían afortunados de tenerme como su
Coordinadora de Proyecto en Argentina.
Ese proyecto no pudo prosperar debido a gestiones políticas locales
inadecuadas y mezquinas que iban en contra de los fundamentos y lineamientos
del proyecto del país del norte.
Si hago un balance crudo y honesto, salí de ese pueblo
con dos accidentes graves y una limitación física. Las secuelas de esos 3 problemas a nivel
salud, aún me acompañan y dejaron huellas en mi cuerpo y en mi rutina diaria.
Seguramente, era la forma que mi alma y mi cuerpo
tenían de alertarme de que estaba sobrepasando las exigencias físicas y de que
debía ponerme yo en primer lugar y respetarme como nadie lo hacía. No supe ver que no se trataba de trabajar 12
horas en condiciones desfavorables y menos aún de suprimir necesidades físicas
para competir con un rendimiento masculino.
Se trataba, en todo caso de ponerme yo misma en valor y de no aceptar
trabajos mal pagos con la esperanza de que algún día el reconocimiento
llegara. Si algo he aprendido después de
los 50 (un poco tarde por cierto), es que quien no valora profesionalmente a
una persona, o no reconoce el talento y la eficiencia, no lo hará a partir de
una entrega sacrificada, de una abnegación martirizada o de una ponencia que
explique el valor de aquello que ellos ignoran deliberadamente.
Muchas de las personas que me conocieron en esa época o
que eran parte de mi vida, solo recuerdan las fotos en los diarios junto a
ministros o autoridades internacionales, los actos públicos transmitidos a
todas partes del mundo o las recomendaciones internacionales que aún figuran en
mi perfil de Linkedin o en mis redes sociales.
Esas personas son las que se preguntan porque ‘abandoné’
esa vida, sin estruendo ni anuncios.
Trabajo desde que tengo 16 años cuando comencé a dar
clases particulares de inglés y hacer trabajos de mecanografía. (Escritos,
monografías y tesis en máquina de escribir)
Trabajé siempre mucho, digamos un promedio de 12 horas
por día y cuando era necesario pasaba días sin dormir para terminar una
traducción a tiempo sin descuidar mi empleo o mis hijos. Consumía medicamentos para regular mi ciclo
menstrual desde la adolescencia (por indicación médica) y ese consumo se
extendió durante casi toda mi vida adulta.
Como el nivel de estrés y el ritmo de trabajo y falta de descanso,
deterioraban mi salud, se sumaron medicamentos para la hipertensión, el
corazón, la gastritis, el dolor crónico e incluso la endometriosis. (El consumo de muchos de esos medicamentos ha
dañado mi funcionamiento renal y hepático de manera irreversible.)
En las jornadas como traductora e intérprete, la
exigencia física se triplicaba: significaba muchas veces usar el baño antes de
salir de casa y luego al regresar; no tomar suficiente agua para poder contener
la necesidad de orinar; no comer adecuadamente y además usar calzado y ropa dictada
por protocolo pero en contra de la comodidad.
En más de un acto o cena protocolar, algún funcionario o académico
extranjero ha pedido en voz alta que me dejen respirar o comer. Es que para los funcionarios argentinos, al
traductor/intérprete hay que exprimirle cada minuto de su tiempo, porque los
honorarios son caros y porque siempre hay alguien que necesita hablar (incluso
mientras se come) para figurar, rellenar el silencio o gestionar sus
objetivos.
Las condiciones laborales, aún en este milenio, no
están pensadas para necesidades femeninas diferentes a las masculinas. Nuestros ciclos menstruales son parte de las
necesidades de salud física básica y un baño disponible en condiciones
adecuadas debería ser parte del contrato de trabajo, aún en expediciones por la
extensa geografía con comitivas internacionales. El gobierno es capaz de montar una tienda de campaña
en medio de la nada, con cocina gourmet, vinos premiados y un chivito a la
llama para convencer a científicos asiáticos de instalar una antena en ese
lugar. Sin embargo, jamás gastarían un peso en transportar un baño químico bajo
estándares internacionales; ¿por qué hacerlo si los hombres pueden darse un
paseo por los arbustos para solucionar sus necesidades de orinar?
No es ciencia ficción, ni una exageración. Lo he vivido incontables veces. He sido la intérprete y guía de comitivas
extranjeras, con científicos, funcionarios de gobierno, diplomáticos o
académicos de universidades internacionales.
Si hay algo que le gusta al argentino promedio es presumir de las
bellezas geográficas de nuestro extenso territorio. Sin embargo, los estados de rutas y accesos
son deplorables; las distancias entre un sitio y otro sin inmensas y en muchos
casos sin cobertura de telefonía y muchos de los lugares turísticos ni siquiera
tienen la infraestructura de servicios necesaria para recibir a visitantes extranjeros.
Durante 13 años me cansé de traducir el mismo discurso de promesas de una infraestructura
que nunca llegó y de excusas que perduraron y perduran en el tiempo.
En una ocasión, recorrimos la vasta geografía de
Malargüe, en zonas alejadas de la civilización, para ofrecer a científicos e
ingenieros de la agencia espacial china la mejor ubicación para una antena
espacial. Viajamos en un utilitario no
apto para travesías de rutas inhóspitas, en la comitiva había una sola mujer (científica)
que no tenía permitido hablar mucho. A
cada lugar que llegábamos, los hombres del grupo, incluyendo el chofer, se
daban su paseo por los arbustos y nosotras nos quedábamos esperando para
continuar con negociaciones y ponencias.
En una de las paradas, ella no bajó; cuando subí al vehículo y vi su
rostro, supe lo que le sucedía: estaba con su periodo menstrual y necesitaba un
baño urgentemente. Respetuosamente hablé
con ella y le dije que la única opción que teníamos sería alguna letrina en un
puesto de campo. Estaba sufriendo tanto
que accedió. Entonces, le pedí al chofer
que nos desviáramos de la ruta y buscáramos un puesto. Las dos encontramos alivio en una letrina de
campo con un agujero en el suelo, pero al menos, tenía la privacidad de cuatro
paredes de adobe.
Podría contar también la nefasta experiencia con una comitiva de Malasia en Laguna de Llancanelo, donde quedamos varados todo un día, sin agua, sin señal telefónica, sin alimentos y sin baño y un chofer del complejo Las Leñas apuntando su arma a las aves del lugar. Además de la insolación y la deshidratación, una partícula de arcilla se incrustó en uno de mis ojos cuando intentaba ayudar a sacar una de las camionetas del pantano. Los diplomáticos fueron los primeros en ser evacuados y la intérprete fue abandonada en el lugar con una serie de empleados incompetentes.
¿Por qué cuento algunas experiencias ahora?
Una se acostumbra a callar, hay una especie de acuerdo
implícito y silencioso para poder continuar trabajando, para no ‘entorpecer’
las relaciones profesionales y no ‘perder’ oportunidades de conseguir futuros
contratos.
Hasta que un accidente, una enfermedad o una
complicación física nos muestra que ninguna de esas relaciones vendrá al
rescate, que no hay obra social, ni estabilidad económica, ni reconocimiento,
ni compensación.
Hay un momento en que el cuerpo colapsa, se agota de
enviar señales y comienza a ‘pasar factura’ de todos los descuidos, abusos, y
exigencias que deterioraron el funcionamiento de órganos y el equilibrio del
sistema
El primer accidente grave en Malargüe, fue una caída que ocasionó un doble esguince
en mi tobillo izquierdo y tendinitis.
Quizá no hubiera sido tan grave con el tratamiento adecuado, pero la atención en el hospital era paupérrima y me
tocó seguir trabajando en la radio estatal (porque facturaba y no tenía sueldo)
en pleno invierno nevado con muletas y sin hacer reposo. La recuperación parcial fue posible gracias a
mis conocimientos de terapias holísticas y a los consejos de un alumno que era
profesor de educación física. Meses
después viajé a la ciudad de Mendoza para que acomodaran un hueso que había
quedado fuera de lugar, pero había pasado demasiado tiempo y el tobillo quedó con
algunos callos y debilidades. El
empleador que más trabajo en negro genera en nuestro país, es el estado en sus
diferentes ámbitos: contrata empleados encubiertos que deben presentar factura
cada mes pero que no disfrutan de ninguno derecho básico.
El segundo evento, fue en los últimos años en el
pueblo, otra caída, causada por una puerta de vidrio pesada, una alfombra
colocada en una entrada contra toda regla de seguridad, un viento intenso y un
cuerpo sobrecargado en espaldas y brazos con mochila, computadora, diccionarios
y libros. Fue en un edificio público del
municipio. Mi cara dio de lleno y rebotó
contra el hormigón y una rejilla de metal.
Sufrí traumatismo cerebral, golpes masivos en todo mi rostro y estuve a
punto de perder mi dentadura. Me recuperé gracias a mi hija mayor que vivía en
el mismo lugar en ese momento y a una dentista que me atendió desde la empatía
y la compasión. Me quedaron las
cicatrices de los cortes en la boca y en la frente, algunos dientes rotos y
otros fuera de lugar y un bulto deforme en mi frente. Durante semanas, apenas si podía caminar,
porque todo retumbaba dentro de mí, los dolores eran insoportables y los mareos
generaban inestabilidad física. Tuve que
ingerir alimentos líquidos y blandos durante casi un año. La sensibilidad y molestias aún me impiden
morder una manzana sin haberla picado y ni pensar en comer un turrón o comer
algo crocante. Durante mis semanas y
meses de recuperación, la única preocupación real y tangible del gobierno local
era que terminara una traducción en la que estaba trabajando.
Creo que las caídas, los accidentes y las enfermedades
crónicas son señales que nuestro cuerpo nos da de que debemos detenernos, bajar
la velocidad, cambiar nuestros hábitos, ponernos en valor, respetarnos y
hacernos respetar y sobre todo, mirar en perspectiva y objetivamente todo
aquello que nos perturba en nuestra vida.
Yo no supe escuchar, no supe ver ni mirar. Una vez que mi cara dejó de ser el rostro
desfigurado de un boxeador y pude subirme a mi bicicleta para ir de un trabajo
a otro, retomé mis jornadas de trabajo de 12 horas, incluso fines de semana y
feriados. Volví a exigirle a mi cuerpo
que se adaptara a condiciones laborales insalubres, a pesar de que yo ya tenía
más de 45 años. Creía que con
disciplina, determinación, voluntad y esfuerzo podría lograr esa estabilidad
económica que siempre se me escapaba y sobre todo, que en algún momento, alguno
de esos funcionarios decidiría compensarme por tanto esfuerzo y sacrificio.
A punto de cumplir los 50, mi vida se llenó de crisis
personales y familiares; yo seguía luchando por transformar y mejorar todo lo
que me rodeaba, en convencer a otras personas de lo que era correcto y sobre
todo, seguí buscando un reconocimiento que sólo llegaba con palabras huecas y
frases diplomáticamente correctas.
Mi suelo pélvico se derrumbó, así como mi vida, y de un
día para otro me descubrí con prolapso de mis tres órganos pélvicos, sobre todo
vejiga y recto. Ya no había posibilidad
de realizar esfuerzo físico, pasar horas dando clase frente a un curso o
subirme a mi bicicleta cargando todo lo posible. Todas las necesidades físicas
que había reprimido o ignorado, todos los descuidos en mis hábitos, el exceso
de horas de trabajo y la falta de descanso adecuado, el uso de ropa ajustada e
incómoda y los años de tacones altos mostraron su efecto residual acumulado.
Me encontré incapaz de cubrir mis necesidades básicas
incluyendo el alquiler, avergonzada de explicar mis condiciones físicas a
personas que se incomodaban de saber y frustrada de no poder cumplir con las
expectativas que familia y amigos seguían teniendo conmigo.
Me sentía invisible como se sienten todas las personas
con enfermedades crónicas invisibles. Me sentía invisible cuando pasaba semanas
o meses sin comer. Me sentía invisible
cuando nadie ofrecía su ayuda o hacía una compra por mí cuando el dolor me
impedía levantarme de la cama. Me sentía invisible cuando mis alumnos particulares
tenían siempre excusas para olvidar pagarme o demorarse en hacerlo. Será por
eso que cuando me mudé en 2015, imaginé que todos me olvidarían fácilmente.
Sin embargo aún hoy, todavía hay personas que me
recuerdan, me buscan en las redes sociales o le piden información a algún contacto
en común. Yo me pregunto ¿qué es lo que
recuerdan? ¿Recuerdan esa Susana que
estaba siempre disponible y daba lo mejor de sí misma siempre sin pedir mucho a
cambio? ¿Se acuerdan de esa profesional que era siempre eficiente aunque muchas
veces le pagaran menos que al personal de maestranza?
A esta altura de mi vida, con 59 años, ya no hago ‘como
si nada’, ya no callo por cortesía, ya no guardo las apariencias, ni tampoco
regalo mi trabajo por monedas.
Durante los primeros años en San Juan, extrañé ese ‘reconocimiento
profesional’, añoré ser la mejor; pero sobre todo, hablaba todo el tiempo de
mis épocas doradas como traductora e intérprete o de mis contratos
internacionales bien pagos. Seguía
buscando ‘afuera’ el trabajo perfecto, el empleo estable, el reconocimiento
económico y una seguridad de sueldo, vacaciones y aguinaldo.
La salud del cuerpo fue la forma en que Dios o el
Universo y mi alma encontraron para sentarme a trabajar en aquello que siempre
había pospuesto y así nació Puentes,
de la crisis profunda y de las circunstancias adversas. El mes que viene, Puentes cumplirá 7 años.
Convivo con un par de enfermedades crónicas, algunas
limitaciones físicas, un tobillo que ya no tolera tacos altos y se resiente con
una mala pisada o duele con el cambio de clima; una dentadura maltrecha que
nunca pude arreglar; y una necesidad de cuidar el equilibro de dieta y
movimientos de forma precisa para que mi metabolismo funcione correctamente.
Aún estoy aprendiendo a creer y confiar en mí, a
ponerme en valor y a reconocer mis dones
y talentos.
Ahora sólo trabajo en mis términos y con mis
condiciones. Ya no realizo trabajo mal
pago para sostener una red de oportunidades que sólo busca bueno, bonito y
barato, para aumentar sus ganancias y reducir sus costos.
Hay una desagradable costumbre en este país y en muchos
países latinos de ‘tirarle unas monedas’ a quien está sin trabajo para recibir
a cambio un servicio profesional. Esa ‘caridad
encubierta’ en la que las personas intentan ayudar a quien está pasando por
momentos difíciles, es una falta de respeto y una falsa empatía que no crea
vínculos sanos. Esa misma persona que
ofrece caritativamente unas monedas por un trabajo que vale mucho más, luego
hace su viaje de vacaciones a un lugar turístico o sale a comer con amigos y
familia sin el mayor remordimiento.
‘Regalar’ nuestro trabajo o aceptar tratos desfavorables
para nosotros, puede mantener ciertas relaciones profesionales o personales,
bajo una fachada que sólo se sostiene de falsos intereses y necesidades
mezquinas. Puede que esas pocas monedas,
cubran alguna necesidad durante un par de días o incluso el financiamiento de
un pago nos prometa un ingreso regular que no siempre llega. El valor agregado silencioso es que esa desvalorización
que nosotros permitimos de nuestro trabajo nos llena de amargura y resentimiento. Nos quedamos esperando que el otro se dé
cuenta, que él otro reconozca y valore, que el otro nos compense.
He terminado el 2023 y he comenzado el 2024,
aprendiendo a elegir incomodidad en vez de amargura. Poner límites, expresar respetuosamente mi
verdad, darle el valor que merece mi trabajo, puede resultar incómodo con
algunas personas; sobre todo aquellas malacostumbradas a abusar de nuestra ‘buenura’. Seguramente muchas personas ya no me buscarán
y eso está bien. Será el vacío necesario
para que las personas correctas lleguen.
Los sueños recurrentes con personas y lugares del
pasado me muestran todos esos rincones donde la amargura y el resentimiento
hicieron nido, todo lo que aún no ha sanado y todo lo que me hubiera gustado
que fuera diferente.
La amargura, el resentimiento y la frustración son una
forma de mezquindad disfrazada; porque se gestan a partir de expectativas o
deseos que no supimos expresar o de proyecciones irreales sobre otras
personas. Nuestro ego mezquino quería
algo que no supimos darle y por ello culpamos a las personas que no nos dieron
lo que esperábamos.
Entre bultos, equipaje y recuerdos que me traje de
Malargüe, arrastré conmigo una buena dosis de amargura y resentimiento, de
sueños frustrados y de reconocimientos que nunca llegaron.
Reconocerlo y escribir sobre eso, es un gran paso para
sanar y despejar el camino en este nuevo año.
Susannah
Lorenzo© / Tejedora de Puentes
Si quieres saber quién soy y qué hago ahora, puedes
descargar un PDF
con mi Hoja de Ruta y mis publicaciones y contenidos disponibles.
Nota: Algunas personas tienen la suerte de tener la vida prolija y ordenada, otras no. Se supone que con las leyes vigentes de los últimos años podría haber solicitado la jubilación anticipada, pero por la cantidad de años de aportes faltantes, mi trámite fue rechazado. Es curioso, el mismo Estado que te da trabajo 'en negro', luego te quita el derecho a lo que otros ciudadanos tienen porque no cumples con las 'reglas'.
No hay comentarios:
Publicar un comentario